«En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»
Bécquer. Leyenda de las 3 fechas
Damián Pérez era un tipo alegre. Andaluz de cuarta generación, sabía como aporrear una guitarra y contar chistes, y tenía una sonrisa perpetua en la cara que le dibujaba un cerco de arrugas encantadoras alrededor de los ojos. Todo el mundo coincidía en que era una persona de lo más graciosa. Por eso nunca entendió qué había de malo en su bar para que a tanta gente le diera por ponerse a llorar nada más traspasar el umbral. A él le hubiera gustado que fuese un sitio lleno de humo de puro, y de canciones, y de partidas de mus, como los bares de pueblo, incluso al principio tenía la idea de comprar una hilera de focos de colores para transformarlo en discoteca improvisada a media noche como si de una cenicienta rebelde se tratase. Pero ni la música ni los chistes podían nada contra todos esos llantos silenciosos que contagiaban una súbita e inexplicable tristeza a todos los clientes.
Primero pensó que eran los sillones de terciopelo. No había querido cambiarlos cuando compró el local y lo cierto es que estaban algo ajados y quizá le daban al sitio un cierto aire anticuado. Así que en su lugar puso unas butacas de línea minimalista en color wengué (o algo así), y el bar se le llenó de veinteañeros con gafas de pasta y chaleco, pero que seguían llorando. Después le echó la culpa a los espejos y los quitó todos, a pesar de que siempre había pensado que le daban amplitud al recinto. Pintó las paredes de color amarillo, cambió los cuadros en los que se veía el mar por cuadros en los que no se veía nada, compró platos cuadrados estilo oriental y tiró los centros de rosas de plástico de las mesas. Incluso vendió la araña de cristal a un anticuario, y aunque se sacó una pasta le dolió en el alma, porque pensó que con ello ponía de patitas en la calle definitivamente a todos los fantasmas de aquel viejo bar.
Entonces una mañana descubrió a una chica llorando enfrente del local cerrado, y de repente lo comprendió todo. El problema nunca había estado dentro, sino en el cartel que colgaba encima de la puerta. Por fin lo veía claro, veía a Nicole Kidman bailando en lo alto de una azotea con un bote de Channel nº5 mientras Meg Ryan perseguía a un hombre que no la quería para encontrar el amor donde menos se lo esperaba y Louis Armstrong tocaba una lúgubre trompeta… y aunque Damián Pérez era un tipo alegre tuvo que enjugar una lágrima mientras empezaba a pensar en un nuevo nombre para el café París.
Bécquer. Leyenda de las 3 fechas
Damián Pérez era un tipo alegre. Andaluz de cuarta generación, sabía como aporrear una guitarra y contar chistes, y tenía una sonrisa perpetua en la cara que le dibujaba un cerco de arrugas encantadoras alrededor de los ojos. Todo el mundo coincidía en que era una persona de lo más graciosa. Por eso nunca entendió qué había de malo en su bar para que a tanta gente le diera por ponerse a llorar nada más traspasar el umbral. A él le hubiera gustado que fuese un sitio lleno de humo de puro, y de canciones, y de partidas de mus, como los bares de pueblo, incluso al principio tenía la idea de comprar una hilera de focos de colores para transformarlo en discoteca improvisada a media noche como si de una cenicienta rebelde se tratase. Pero ni la música ni los chistes podían nada contra todos esos llantos silenciosos que contagiaban una súbita e inexplicable tristeza a todos los clientes.
Primero pensó que eran los sillones de terciopelo. No había querido cambiarlos cuando compró el local y lo cierto es que estaban algo ajados y quizá le daban al sitio un cierto aire anticuado. Así que en su lugar puso unas butacas de línea minimalista en color wengué (o algo así), y el bar se le llenó de veinteañeros con gafas de pasta y chaleco, pero que seguían llorando. Después le echó la culpa a los espejos y los quitó todos, a pesar de que siempre había pensado que le daban amplitud al recinto. Pintó las paredes de color amarillo, cambió los cuadros en los que se veía el mar por cuadros en los que no se veía nada, compró platos cuadrados estilo oriental y tiró los centros de rosas de plástico de las mesas. Incluso vendió la araña de cristal a un anticuario, y aunque se sacó una pasta le dolió en el alma, porque pensó que con ello ponía de patitas en la calle definitivamente a todos los fantasmas de aquel viejo bar.
Entonces una mañana descubrió a una chica llorando enfrente del local cerrado, y de repente lo comprendió todo. El problema nunca había estado dentro, sino en el cartel que colgaba encima de la puerta. Por fin lo veía claro, veía a Nicole Kidman bailando en lo alto de una azotea con un bote de Channel nº5 mientras Meg Ryan perseguía a un hombre que no la quería para encontrar el amor donde menos se lo esperaba y Louis Armstrong tocaba una lúgubre trompeta… y aunque Damián Pérez era un tipo alegre tuvo que enjugar una lágrima mientras empezaba a pensar en un nuevo nombre para el café París.
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