SEREMOS GATAS, DE ACUERDO, SEREMOS GATITAS SI SE EMPEÑAN, PERO CON ALAS. IMAGÍNATE, LAS MUJERES Y LAS GATAS EN CASITA, RONRONEANDO Y LAVÁNDONOS LA CARA TODO EL RATO, QUÉ MÁS QUISIERAN ELLOS. PERO NOSOTRAS NO, NOSOTRAS VAMOS A VOLAR.
"Regiones devastadas" Enriqueta Antolín

domingo, 19 de octubre de 2008

Ruinas


Desde que estoy en Italia tengo una sensación de ingravidez permanente en las piernas, como si caminara sobre un abismo kilométrico de ruinas, catacumbas con el aire envenenado de hace mil años, restos de civilizaciones debidamente estratificados que se asoman por las zanjas del gas, las alcantarillas, los cimientos de los edificios nuevos o los sótanos enmohecidos como si se negaran terminantemente a ser olvidados. De cualquier pequeño agujero puede surgir la cabeza de un caballo tuerto y sin orificios nasales o un azulejo diminuto que formó parte de una fuente junto a la que alguien se sentaba siempre a leer y entonces hay que parar las obras, llamar a un experto, acordonar la zona, excavar con delicadeza para hacer un exhaustivo inventario con el que llenar un museo. Pero por primera vez mi vocación frustrada de arqueóloga me abandona, y no me apetece nada escarbar en busca de piedras y huesos. Ahora mi curiosidad va por otro lado, y lo que tengo son ganas de enterrarlo todo, de echarle tierra y más tierra encima a ese laberinto de ruinas retorcidas y tenaces y ver qué suerte de jungla puede nacer entre los escombros.

martes, 14 de octubre de 2008

Como un mar dormido

Anoche me tragué un velero, y creo que podría hasta con una plataforma petrolífera. Me he despertado con brazos de tsunami y un banco de peces plateados agitándose en mi espalda, y me salían rayos y centellas de los ojos amarillos y terribles como los de una orca. Creo que no sobrevivirá ningún submarino y me inclino para susurrarte al oído – ahora que no puedes oírme – un torbellino de versos robados (que dicen que son los mejores)



Oye: yo era como un mar dormido.
Me despertaste y la tempestad ha estallado.

Volver a empezar


Podría pasarme así la vida entera. Errando como una tortuga con tres maletas, veinte euros de sobrepeso, un par de zapatos rojos que me lleven de vuelta a casa a casa a casa. Y nada más. Gente nueva, otra vez una ciudad desconocida que explorar, tantas cosas por aprender y un cuaderno con las páginas en blanco en el que escribir que ya no soy la que hace la competencia por las mañanas al enanito gruñón de Blancanieves, o que entierro historias tristes que son leyenda o que por fin sé donde he puesto cada una de mis cosas. Contar que me he perdido en un laberinto de callejuelas empedradas pero que no tenía miedo, quizá porque el aire olía a esa niebla fina que viene del mar o simplemente porque la curiosidad pudo más esta vez. Poder arreglarlo todo y dejar de ser la que se olvida de tantas noches, la que tiene ataques de melancolía como el que sufre un acceso de tos y siempre es un desastre, parar ese frío que sube desde los pies para congelarlo todo y no ahogar un grito sobre la almohada. Dar vueltas y más vueltas en una encrucijada disfrutando de las posibilidades que aletean como luciérnagas de colores al final de cada camino. Vivir una vida en miniatura con fecha de caducidad – veinte días, seis meses, un año… – Dejar un trocito de mí en cada sitio y seguir adelante, más liviana, más libre, apenas un poco más vieja.

lunes, 29 de septiembre de 2008

Otra vez globos


No sé en que momento empecé a inflarme como un globo de helio, de esos que tienen la cara sonriente de un personaje de dibujos animados y van atados a la muñeca de los niños porque siempre están deseando escaparse. No me había dado cuenta hasta que el niño que me llevaba ha soltado la cuerda y me he perdido en el cielo al final de los tejados y aunque en la boca volvía a tener un regusto de mermelada de naranja, he sentido una extraña paz que todavía duraba al despertarme. Ahora sigo sin saber por qué llevo todo el día cantando la canción de un programa de televisión que por lo visto dejó de emitirse antes de que yo naciera, pero supongo que el que la luna sea un globo que se me escapó será cosa de mi madre y de los recuerdos que se siguen teniendo aunque ya se hayan olvidado.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Sadomasoquismo

Para mi hermana postiza, porque a veces basta con un poco de pegamento



La miró a los ojos y le rompió el corazón despacito, se tomó su tiempo igual que los niños crueles que estudian el umbral de resistencia de las mariposas, sólo le falto sacar una libreta para tomar notas, y al acabar ella se sintió importante de una manera estúpida, como las grandes divas de la ópera, o como si hubiera ayudado a despejar las viejas incógnitas de una extraña ciencia. Desde ese momento exhibió su órgano mutilado con el orgullo de las heridas de guerra, y no perdía ocasión de explicar a cuantos quisieran oírla: verá usted, es que me han roto el corazón, sabe?... no faltaban almas nobles que se ofrecían desinteresadamente a repararlo, pero ella siempre les mandaba amablemente a freír espárragos: en el fondo que hay al fondo de todos los fondos, durante ese momento que se le hizo eterno, había disfrutado de un modo que se le antojaba insano y completamente antinatural, como si fuera una especie de perturbada del dolor. Por eso empezó a preguntarse si él habría sentido lo mismo, y para averiguarlo se dedicó también a romper corazones indiscriminadamente. Algunos se hacían polvo con sólo tocarlos, como las hojas secas, otros eran tan duros que había que liarse a golpes para hacerlos añicos, pero también estaban los que se escurrían entre los dedos como gelatina, con aquellos no había nada que hacer. Quizá pensara que lo mejor era el principio, cuando nadie sospechaba lo que iba a pasar y su objetivo latía alegre y despreocupadamente, o incluso el silencio inmenso como un mar que quedaba al final, sólo ella puede saberlo. Después todo eso dejó de parecerle suficiente y empezó a comérselos a mordiscos: alimentarse del amor ajeno le llenó los ojos de estrellas y las mejillas de un rubor perpetuo, pero también le quitó definitivamente el sueño y las ganas de cenar.

Ahora dicen que lo ha dejado por fin, que la han visto junto a un chico alto y moreno y que ambos llevaban sendos costurones en la parte izquierda del pecho, pero yo no me lo creo. Me los imagino a los dos arrancándose el alma a tiras en mitad de la noche, despertando después entre los restos de la carnicería para preguntarse con voz dulce cariño, qué te apetece para desayunar, y creo que se me ha roto el corazón con el mismo crujido imperceptible que emitió el suyo el día en que, mirándola a los ojos, le dije despacio que no la quería.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Álbum de fotos

Tres meses pueden hacerse tremendamente cortos… esto es un pequeño resumen del verano. Me gustaría decir que lo escribí en una playa oscura junto a un círculo de velas o en medio de un puente de los que cruzan el Sena pero en esos momentos tenía tanta prisa por vivirlo todo que no pude parar a escribir. Podríamos decir que esto es lo que hubiera garabateado de haber encontrado algo de tiempo para ello, aunque seguramente no hubiera tenido nada que ver.

Up up and away




No sé si he comentado alguna vez mi afición absurda por las azoteas y mi manía de caminar mirando hacia arriba, como si las cosas más interesantes del mundo sucedieran siempre más allá de los tejados. De niña veía pasar los aviones igual que naves espaciales llenando el cielo de una fiesta de luces rojas verdes rojas, y jugaba a adivinar adónde irían. A Pekín de la China, a la tierra de los canguros, a alguna ciudad perpetuamente nevada o a cualquier isla en mitad de ninguna parte, a todos esos sitios que yo sólo podía soñar y que en el fondo no tenían ni que existir porque el mundo debía acabarse en un terrible abismo justo a las afueras de Madrid. Ahora soy yo la que vuelo lo más lejos que mi economía me permite, y se me ha escapado una sonrisa al mirar hacia abajo e imaginar, en ese prado veteado de amarillo que se adivina entre las nubes, una niña inventándose un cuento de aviones y carreteras.


Proyectos de verano






Creo que fue una noche de marzo en Santiago de Compostela. Soplaba una brisa cálida desafiando toda lógica y me puse una falda, la primera del año. Seguramente había bebido unos cuantos tazones de Ribeiro pero estaría más borracha de piedra y musgo o de condes italianos decadentes que de otra cosa. Me pesaba en el bolso, como el cadáver más embarazoso, la agenda que me recordaba que tras la breve escapada volverían otra vez los plazos de entrega, la pantalla del ordenador encendida como una luciérnaga monstruosa de madrugada y las horas perdidas en el laboratorio de electrónica. Lo verdaderamente atrevido hubiera sido tirarla a una papelera, o incluso improvisar una pequeña hoguera de San Juan frente a la catedral, echarla al fondo del caldero de una meiga. Pero en lugar de eso se me antojó ponerme una nueva tarea: no sé como se me ocurrió de repente pensar en las estrellas de agosto y en atardeceres lentos en la playa, pero en algún momento de julio escribí que tenía que buscarme un amor loco de verano. (Por si el Ribeiro no basta, añadiré que a lo mejor había caído algún chupito de licor café y también que leía por aquel entonces a André Breton)
Después lo olvidé por completo durante una primavera que fue menos primavera que nunca, y cuando volví a leerlo en un avión que cruzaba el Mediterráneo no pude evitar echarme a reír. Cómo si los amores locos se pudieran buscar, qué ilusa. Esos se los encuentra una sin más, igual que un escorpión diminuto debajo de una piedra, cualquier noche puede llenarse de girasoles y por eso espero que el señor Breton me perdone por huir de las miradas que se clavan como ventosas en mitad de un bar, hacerme la sueca, dejar que sonara el teléfono sin descolgar. Por pasar de las palomas mensajeras y los besos de auxilio y centrar mi locura exclusivamente en los baños nocturnos en el mar y los bailoteos encima de las barras. He aprendido que para que las cosas pasen sólo hay que dejar que sucedan (sí, me ha costado unos añitos, qué se le va a hacer si pensando soy lenta como una tortuga), y el caso es que ahora ya tengo una tarea pendiente para el próximo año: “dejarme ser locamente amada”, por mal que suene.


Instrucciones para saltar por un acantilado



Acércate despacio al borde del precipicio, sólo hasta que los dedos de los pies queden al filo de la roca y el corazón se te acelere como una bomba de relojería en el minuto final. Es fundamental elegir un acantilado con brisa suave que agite los cabellos y una colonia de flores salvajes en la cima, el típico sitio en el que uno esperaría oír de repente el sonido lejano de una gaita o un frenético batir de tambores. Pero no escuches nada, sólo mira hacia abajo, observa la superficie que se aleja por momentos y piensa en todo lo que te aguarda tras el golpe. La caricia inquietante de las algas y el acero de un banco de peces y las ondas de tu pelo siguiendo la corriente hacia mar abierto. Silencio. El tiempo que se para. Tentáculos y ojos amarillos, dientes (sobre todo dientes). Un viejo submarino alemán y un velero con la insignia pirata. La proa despintada de una sirena y el tesoro de los mares. Clava la vista en ese fondo desconocido y disfruta del miedo justo hasta que tu estómago se reduzca al hueso de una aceituna – ni un segundo más – y se acabe el oxígeno del aire. Entonces cierra los ojos y salta. Salta como quien marca un número, quien compra un billete sólo de ida, quien grita en una estación de tren. Estréllate como quien roba un beso y espero sinceramente que no te duela.



Epidemia de hambre






Se ha demostrado que flotar a la deriva en ciertos puntos del Mediterráneo, donde las aguas oscuras se diluyen gradualmente en el azul limpio de una piscina, puede provocar un hambre insaciable de viejas ciudades europeas con verdín en los ladrillos y de desiertos llenos de autopistas y coyotes y de la cumbre nevada de volcanes extinguidos. Incluso a veces, en raras ocasiones, llega a producir unas ganas locas de merendarse el rugido de un hombre con taparrabos y pelo largo en lo profundo de la selva. Que no se diga que no hemos avisado.


La cité de l’amour






Sí que debe ser cierto que al poner el pie en el asfalto parisino a la gente le debe entrar un ataque agudo de romanticismo, porque no se pueden dar dos pasos sin encontrar a parejas besándose, parejas discutiendo amorosamente o parejas cenando en silencio a la luz de una vela. Pero si uno aguanta lo suficiente también puede descubrir el París de la salsa y los platos rotos, de música subterránea y de países que dejaban de existir por arte de magia al acabarse la clase de geografía. Dicen que todo el mundo va a París en busca de algo y confieso que yo también eché miradas furtivas al Pont des Arts cada vez que pasaba cerca, por si acaso estuviera por allí… Soy consciente de que sólo una imbécil seguiría el rastro fantasma de alguien que nunca existió, pero lo cierto es que, aunque suene a tópico manoseado y arrugado, buscándole a él (siempre con disimulo, eso sí), terminé descubriendo cosas de mi misma que no sabía. Como que el café negro sin azúcar no me disgusta tanto después de todo. Que a veces es mejor caminar acompañada. Que nunca aprenderé a fumar y menos aún a echar anillos de humo por la boca. Que me puedo volver del color de una ciudad como los camaleones, que me hago mayor y a veces soy más niña que nunca. Que no hace falta irse a las páginas de un libro para conocer al hombre de mis sueños y volver a dejarle marchar en una estación de metro, esta vez no por miedo sino porque de repente se me ocurra que después de todo puede haber muchos hombres de mis sueños en el mundo.


Turismo de cementerio

En esos cementerios conjeturo que crece
poco a poco el miedo,
y que allí empolla el Roc.

Julio Cortázar.





No hay un lugar en el mundo donde la densidad de genios por metro cuadrado sea mayor que en los cementerios parisinos. No deja de ser curioso encontrar, en medio de una profusión de tumbas, cipreses y escaleras, un grupo de abuelas fotografiándose junto al nombre de Edith Piaf, o una pareja discutiendo sobre el mejor camino para llegar donde está Jim Morrison, division 16, chemin Lauriston. Y es que en el laberinto imposible de los cementerios parisinos puede ser tan difícil encontrar una tumba… sobre todo si eres de los que tiende a leer epitafios, detenerse en lápidas sin nombre, contemplar estatuas de mujeres tristes, buscar calaveras entre las piedras, inventarse vidas que pasaron hace siglos y escribir cartas a cuentistas fallecidos, cartas de esas que luego se dejan debajo de piedra junto a un montón de tickets de metro, velas consumidas, monedas de ultramar y hasta alguna tirita, restos de gente que también quiso decir algo a la única persona del mundo que lo hubiera podido entender.


Rosas


Dicen que es cuando menos te lo esperas. Los tejados se llenan de violines y hay un goteo de piedras en la ventana, flechas extraviadas, invitaciones a cenar. Un día tropiezas en tu puerta con una rosa anónima como quien no quiere la cosa, como si siempre hubiera estado allí y no la hubieras visto. Una rosa de tallo largo sin espinas, un capullo perfecto criado en invernadero que por eso precisamente no huele a flor, sino a cera de abrillantar muebles. A palabras que no se han dicho. A pasadizos oscuros que se abren silenciosamente al tocar un candelabro. Huele a todo eso y también al verde de la hierba y la pones enseguida en un tarro con agua porque te gustaría conservar para siempre la sonrisa estúpida que te ha salido en la cara como un sarpullido.
Una de esas rosas fabricadas a granel para ser vendidas por docenas a maridos infieles e hijos sin imaginación no se abre despacio en un abanico de posibilidades sino que – ahora lo sabes – permanece como el envoltorio apretado de una duda durante algo más de cinco días. Pasa por todas los tonalidades del escarlata intenso, rojo sangriento y terciopelo granate para terminar convirtiéndose en vino tinto ribeteado de negro. Entonces la quisiste guardar entre las páginas de un libro como quien embotella un mensaje de socorro para lanzarlo al mar y se te deshizo en las manos con el crujido del otoño. Demasiado tarde – eso también lo sabes ahora –. Los mensajes que no escribiste las notas que no deslizaste por debajo de una puerta los números de teléfono que no marcaste de repente pesan tanto como la maleta que arrastras escaleras abajo. Has dejado en la papelera un polvo oscuro que sigue oliendo a abrillantador de muebles y un montón de papeles que podían haber sido cartas (pero al final sólo son eso, papeles) y cuando al final de la escalera miras hacia arriba, ya el tiempo ha volado como de costumbre y no sabes si las noches que pasaste acodada en el alféizar de la ventana son más reales que el escalofrío de una lengua recorriendo tu espalda. Pero siguen diciendo que es cuando menos te lo esperas, y no vas a cagarla la próxima vez.

viernes, 13 de junio de 2008

Gatas y gatitas

Creo que, definitivamente, he elegido mal el nombre de este blog. No hay más que echar un vistazo al Google Analytics – mi espía particular, que me dice si alguien recoge mis botellas de naufrago o se quedan a la deriva – para ver la cantidad de onanistas marineros que lo visitan. Gente que busca en Google cosas tales como gatitas con botas, gatas jugosas, gatitas con botas grandes (que obsesión con las botas), gatas con cuerpo de mujer, e incluso gatas con fondo de noche – que también los hay salidos, pero poetas –, y termina recalando en esta página por cierto espíritu perverso del algoritmo de búsqueda (y si de algo estoy segura es de la perversidad de algunos algoritmos). Qué chasco. Ellos que esperaban encontrar mujeres de uñas larguísimas y labios gruesos vestidas – o no – de cuero negro. Y se encuentran con todo ese rollo de seremos gatitas si se empeñan, pero con alas, etc. No es justo. Por eso, les voy a poner la foto de una gatita sexy, para que se sientan un poco menos decepcionados. Pero sobre todo, les voy a aconsejar que si tanto les gustan las gatas, dejen de buscarlas por Internet y salgan a los tejados, que seguro hay alguna maullándole a la luna. A lo mejor la pescan antes de que vuele.

sábado, 7 de junio de 2008

No es pecado


Estos días pienso en manzanas rojas. En ascensores y serpientes. Me pregunto si bastaría con pintarme los labios de morado y cardarme el pelo para convertirme en venenosabrujarrobapríncipes. Leo un poema de Benedetti que dice que ningún padre de la iglesia ha conseguido explicar por qué no existe un mandamiento once que ordene a la mujer no codiciar al hombre de su prójima. Me lanzo de cabeza entonces a esa codicia tan subterránea como inútil pero, no sé por qué, ya no tiene la misma gracia.

domingo, 1 de junio de 2008

Plazos perentorios (o esto no se acaba hasta que se termina)

A pesar de lo que diga el título, este post no es sobre la entrega de un trabajo o el envío de los papeles de la Erasmus, nada tiene que ver con yogures caducados, la factura de la luz, las últimas naranjas dulces de un invierno que se alarga, ni siquiera con el tren de las 20:30 que siempre cojo a la carrera. Es más una cuestión de cambio de piel, y de abismos que se abren en lo profundo de la selva. Es pasearse por el filo de las rocas sabiendo que hay que saltar. Ya no queda nada al otro lado. Y aún así se dilata la caída por un motivo que va más allá de la simple nostalgia (que también, imposible deshacerse de ese fantasma). Pesa más lo que nunca se hizo que todo lo que se podría hacer, y ese es el momento más peligroso, tiempo de pequeñas locuras y atroces borracheras de limón y sal. Otras veces pasé noches en vela cantando boleros o me bañé semidesnuda en un mar congelado o pisé furtivamente la arena de un ruedo. No aparté la mano cuando la cogió un desconocido. Salté la tapia de un cementerio. Y no sé que será ahora, porque todas las mañanas me miro soñolienta por última vez en el espejo de siempre y por última vez corro por calles que conozco de memoria para volver a llegar tarde a clase. Sigo empeñándome en acabar los finales, como los cuentos, antes de tiempo. Pero eso también tiene su lado positivo: permite devorar los momentos cotidianos con una avidez nueva, esa claridad febril que precede a los naufragios.



Para aquellos a los que también se les acaba el tiempo

domingo, 25 de mayo de 2008

El corazón de los cangrejos

Para eme punto ce punto, mi querido censor, esperando que se reconcilie con las palabras.
El viernes pasado me encontré con el Michael Scofield de los cangrejos. Había escapado de un mercado cercano y estaba agazapado bajo la lluvia, quizá decidiendo si sería más seguro cruzar la frontera de Méjico en avioneta o colarse de polizón en un barco con destino Panamá. Y aunque nunca me he caracterizado por un fanático amor a los crustáceos, recordé al cangrejo Sebastián que bailaba uaho el maaaaar y noté otra vez el pellizco de esa tristeza absurda que sentía cuando, de niña, veía a mi madre mutilarlos en el fregadero armada de pinzas y tijeras mientras me mentía diciendo que no sentían dolor alguno porque ya los había atontado metiéndolos en el congelador. Pensé en llevármelo e instalarlo en un barreño con corales de pástico y piedras blancas, para que se sintiera como en casa, quizá comprarle una cangreja simpática que le hiciera compañía, porque dicen que no hay nada peor que la soledad del barreño. Pero ya soy mayorcita para esas tonterías, y, entre otras muchas cosas, desconozco los cuidados que requieren las plantas de interior y los cangrejos, así que lo dejé en la acera y me fui deseándole la suerte de los locos. Cuando volví al día siguiente ya no estaba, y de la ventana del bajo del bloque más próximo salía un sospechoso tufillo a paella. Me dio repelús imaginar a aquella gente abriendo el caparazón para chupetear los restos de la tinta azulada de su sangre (porque los cangrejos tienen la sangre azul, como los príncipes y las libélulas), aunque pensé que de todos modos habría acabado en una cazuela, la ley de la naturaleza y todas esas cosas. Pero también me pregunté qué sería del mundo si de vez en cuando algún crustáceo de corazón aguerrido no desafiara insensatamente las normas.

viernes, 23 de mayo de 2008

El tiempo de las cerezas





He comprado dos kilos de cerezas para celebrar que ya estamos en mayo: no me había dado ni cuenta con este tiempo de perros, y aunque si asomo la nariz por la ventana sigue oliendo a tierra mojada y a las fulminantes tardes inglesas, me han entrado ganas de pintarme las uñas de los pies de rojo putón y tirarme en el césped a beber vino barato y sobre todo de recoger una tonelada de rosas, de arrancar los rosales con saña, asaltar los jardines indiscriminadamente para escapar con los brazos arañados y un trofeo de flores flácidas (que no quede ni una)… la primavera tardía siempre es periodo de intensidad y de prisa por llegar a ninguna parte, pero después sólo deja una resaca de pétalos mustios y versos ponzoñosos, oro, lirio, clavel, cristal luciente, por eso me voy a pegar un atracón de cerezas mientras maldigo a todos los poetas muertos. Y a los vivos, también.

martes, 22 de abril de 2008

De pueblo pueblo como el chorizo

Es curioso como en este mundo súbitamente empequeñecido por las nuevas tecnologías, para algunos ser de pueblo sigue siendo sinónimo de estrechez mental y paletismo, tan difícil quitarse de encima la imagen de un Paco Martínez Soria bajito y con boina mirándolo todo con ojos como platos (aibá, un coche). Y parece que uno para ser mundano y sofisticado ha de haberse criado al sol de los neones de la Gran Vía y ser madrileño de al menos tercera generación.
Pero a mí nunca se me ocurrió negar de dónde vengo, porque todo eso forma parte de lo que fui y de lo que todavía soy: un reguero de hormigas rojas correteando por la rama de un árbol al que nunca debí haber subido, el aleteo nocturno de un par de ojos amarillos en mi ventana, patines de ruedas gastadas en lo más alto de la más empinada cuesta. Mercromina en las rodillas. Ramos de margaritas silvestres que nunca dicen no. Noches de verano interminables. Y siempre la línea azulada de la sierra marcando el comienzo de todas las aventuras imaginables (se nos olvidó que íbamos a llegar en bici algún día, más allá de las nieves perpetuas… ) Nunca fui a clases de ballet, ni tampoco tuve muchas tardes de cine y McDonald’s. Pero puedo distinguir el susurro de una lechuza como un escalofrío en mitad la noche y buscar las moras más jugosas en el corazón de las zarzas, allí donde no llegan los rayos del sol, y donde habitarían los duendes si existieran. Sé que los nombres grabados en la corteza de los alcornoques no son eternos, porque cada 10 años invariablemente alguien les arranca el grueso armazón de corcho, y a lo mejor Pili y Jose terminan su idilio en el tapón de un vino tempranillo.
Y sé también que volver no son sólo las cuatro paredes de una casa franqueada por melocotoneros: es regresar a otra época, dormir en ese caldo de cultivo denso y oscuro donde se tejen los sueños.

domingo, 30 de marzo de 2008

Ley de Murphy

El viernes iba de lo más risueña camino de la universidad cuando, en menos de un minuto, unos aspersores malintencionados escupieron una ráfaga de dardos de lluvia gruesa justo cuando pasaba a su lado, le salió un agujero a la bolsa de papel donde llevaba la comida y mi apetitoso almuerzo rodó por los suelos, se levantó un viento huracanado y repentino que hizo volar por los aires los apuntes de comunicaciones ópticas… era el broche final para una semana desastrosa que empezó cuado mi ordenador entró en estado comatoso, y mi primer pensamiento fue echar cuerpo a tierra como si una bandada de cazas alemanes cargados de bombas y pilotos albinos con muy mala leche se divisara en el horizonte. Pero después sentí ese impulso salvaje de otras veces correteando por la espalda, y tuve ganas de reírme a carcajadas, de bailar una danza tribal en medio del remolino de fibras ópticas y diodos láser, de mandarlo todo a freír espárragos y huir a los bosques. Desgraciadamente ese momento de lucidez fue tan fugaz como el disparo de un estornudo, así que al final me limité a dar las gracias a los dos héroes urbanos que se habían lanzado en mi ayuda y alejarme con una masa informe y arrugada de apuntes debajo del brazo, otra vez caminando hacia la universidad y la ciega locura de todo eso que llamamos rutina.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Cosas que quedan

Todo empezó con la misteriosa desaparición de un yogur con trozos de fruta. No recordaba habérselo comido, y sin embargo en el frigorífico sólo quedaba el hueco donde alguna vez estuvo, como una exclamación de vacío al otro lado de una barricada de tomates y latas de cerveza. Después fueron las galletas de chocolate, la carne menguante de un queso de bola, un mordisco de cereza en el esqueleto de una manzana que no había probado nunca. Libros que no estaban en su sitio o revistas abiertas sobre la mesa del salón. Una aureola de vaho en el espejo del baño. Había un perfume difuso de vainilla y algo así como almizcle flotando en toda la casa que se hacía más intenso en los puños de sus camisas y no se separaba de él en todo el día. Una noche encontró un rastro de palomitas en el sofá y la televisión todavía encendida. Meg Ryan esperaba a Tom Hanks en lo alto del Empire State y pensó en llamar a la policía, cambiar la cerradura, acudir a un psicólogo, a un jodido exorcista. “Alguien ha probado mi sopa”, diría. O quizá, “alguien se ha sentado en mi silla”. Pero en lugar de eso se acercó a la cocina con el gesto mustio y cansado de la derrota. Había una pequeña pizarra magnética donde escribió que al día siguiente volvería de trabajar un poco antes de las nueve. De alguna manera había llegado a ser un acuerdo tácito, como un pacto recíproco de no agresión. Después se quedó largo rato contemplando la puerta de la nevera, en la que una serie de mensajes enigmáticos habían ido apareciendo colgados de los imanes con forma de monumentos famosos …muerde la serpiente cuando no está encantada violines oscuros violines de agua… Entonces se volvió de repente para borrar con un ademán brusco el texto de la pizarra. Por algún incontenible afán de autodestrucción escribió en su lugar que regresaría más tarde que de costumbre. En seguida se dirigió al dormitorio, donde iba a encontrar la misma escena de siempre: la cama deshecha en un torbellino de mantas que a veces guardaban aún la tibieza de otro cuerpo, la huella casi imperceptible de una cabeza en el lado derecho. Pero en el fondo del pasillo latía siempre la misma secreta – e inconfesable – esperanza que tenía mucho que ver con el cuchillo del recuerdo y con una cabellera rubia sin fin ondulándose sobre una espalda blanca como las sábanas.



Y como Ricitos de Oro era una niña muy curiosa, se acercó paso a paso hasta la puerta de la casita. Y empujó…”

domingo, 24 de febrero de 2008

Se busca

Hablaba con él.
Hablaba con él todas las noches, hasta que me di cuenta de que hablaba sola.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Mensaje gráfico de San Valentín

Para las nubes de pachuli y sándalo, las docenas de capullos (de rosa), las cajas de bombones a traición, el ejército invasor de ositos de peluche y los alegres cojines con forma de músculo bombeador, para el algodón de azúcar, las vueltas en la noria, los domingos por la tarde, para los rollizos querubines de bucles dorados, para los amantes y los amados y demás compradores compulsivos:

sábado, 9 de febrero de 2008

Heridas


Podían estar varios meses sin aparecer, entonces la piel recobraba su tersura y volvía a ser ese lienzo blanco donde descargar otra vez la furia acumulada en aquellas noches malgastadas a la deriva sobre la punta de un iceberg. Los dos habían terminado cortándose las uñas a ras de la carne y durmiendo con guantes de látex, pero daba lo mismo: inexplicablemente por las mañanas amanecía con una intrincada celosía de arañazos sobre la espalda, rasguños nuevos sobre los viejos que ardían cuando su mujer se los curaba con ese silencio quebradizo donde se adivina la cáscara de un llanto ácido y seco. Pero eso no era lo peor. Lo que escocía de verdad eran las garras que le escarbaban por dentro después. Cuando la boca se le inundaba de herrumbre y se acordaba de lo que ella le había dicho el día que la dejó por una mujer más suave, más cuerda, menos difícil. ”Espero que cada vez que le arañe la espalda a otro puedas sentirlo, pedazo de cabrón”. No entendía por qué las heridas ajenas podían llegar a doler más que las propias.

sábado, 26 de enero de 2008

El Hombre Perfecto


Le dijo adiós al Hombre Perfecto una noche prematura de verano. Brillaban las estrellas como pecas de cristal en el cielo y la luna era un reclamo nacarado para poetas y hombres lobo. Además alguien se había puesto a tocar un lánguido violín en la distancia. No podía haber sido de otro modo. Quiso que se fuera porque a pesar de que era guapo e ingenioso, culto pero divertido, romántico sin edulcorantes y a pesar de que encima cocinaba y planchaba que era un primor, sus manos eran de mentira y ya estaba más que harta de sus invisibles caricias. Aunque bajase siempre la tapa del inodoro y nunca jamás sintiese la necesidad de rascarse un testículo. Sus dientes refulgieron en la oscuridad cuando abrió la boca para susurrar que siempre les quedaría París, porque él era el Hombre Perfecto y tenía que seguir siéndolo hasta el final, tenía que decir la frase adecuada y largarse con elegancia, sin grandes aspavientos ni reproches pero con ése toque de héroe atormentado que queda tan bien en las películas. Parándose a mirar hacia atrás un último momento antes de desaparecer en el fundido a negro. Se preguntó adónde iría. Quizá a asaltar el sueño de alguna niña fantasiosa, como un Peter Pan de gomina y esmoquin bailando un vals. O en busca de la Mujer Perfecta. Quién sabe. También se preguntó qué sería de ella sin él. Y de repente se vio sola, terriblemente sola entre los Hombres de Carne y Hueso. Entonces tuvo un poco de frío, y hasta miedo.

miércoles, 23 de enero de 2008

Igual que en las grandes historias

Ahora que se avecinan tiempos oscuros, de cafeína y vigilia, de cuatro paredes, codos en la mesa y polvo en los armarios; ahora que las huestes de Mordor amenazan con cernirse sobre el mundo libre con sus flechas de exámenes y trabajos, ojalá tuviéramos a un Samsagaz Gamyi para que nos dijera que todo es pasajero y que el sol brillará más radiante aún.

Mucha suerte para todos, pero, sobre todo, creatividad, más creatividad que nunca. Porque ya dijo San Alberto Einstein, patrón de todas las ecuaciones imposibles, que en los momentos de crisis, sólo la imaginación es más importante que el conocimiento.

viernes, 4 de enero de 2008

Nada

Unas palabras de mi homónima (el que tenga intención de leerse la novela que no siga porque son del final...) :


Bajé las escaleras, despacio. Sentía una viva emoción. Recordaba la terrible esperanza, el anhelo de vida con que las había subido por primera vez. Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces.
Nada. Carmen Laforet






Hoy me he puesto metafísica de la manera más tonta y se me ha ocurrido que también hay escaleras de la vida (las de caracol, las mejores, desde luego). El problema es que aquí no valen las leyes de Newton y a veces una no sabe si está subiendo, o si por el contrario lo que está haciendo es bajar sin darse ni cuenta.

martes, 1 de enero de 2008

Apocalipsis

Acabo de ver una de tantas películas sobre la Guerra Civil española, de esas que cuentan una historia cuyo final se conoce de antemano, y aún así, no se puede evitar un estremecimiento que tiene mucho de frío y de miedo y de rabia y de esa pérdida prestada y antigua capaz de encogerte el estómago.
Me he quedado muda y muy tiesa en el sillón, y no sé por qué me ha dado por pensar qué hubiera hecho yo de encontrarme en la última noche republicana de Madrid, mientras las tropas franquistas se acercaban irremisiblemente y la sombra de un apocalipsis anunciado se deslizaba afilada por los rincones. Seguramente quemar documentos, coser banderas Nacionales con trozos de mantel, encerrarme en el armario más oscuro. Pero quizá también sufrir tal ataque de pánico que se me olvidara de repente el miedo a vivir: pensar que hacía una noche estupenda y bailar en la calle en una improvisada verbena sin farolillos ni serpentina de colores. Abrazar a un desconocido en la penumbra de un portal. Amar esa noche con piedad infinita, amar al primero que acertara a llegar...
Ojalá que, si viniera el apocalipsis, ya fuera bíblico o nuclear, lo supiéramos con al menos una noche de antelación.

Propósitos de año nuevo



Todos hemos tenido un pasado inconfesable - confesadlo -.

Mi estigma particular es haber sido una niña buena. Por ejemplo, mientras los otros niños engullían con voracidad caramelos y chucherías, yo no debía comerlos porque se me iban a picar los dientes (y a lo mejor hasta se ponían negros o se caían todos uno a uno dejándome la boca arrugada y floja como la de cualquier bruja...). Si sucumbía a la tentación, invariablemente me iba a casa en el acto a lavarme los dientes. De todo aquello me quedaron unas muelas sin el más mínimo rastro de caries y una comezón difusa de estómago vacío y manos sudadas cada vez que cojo una piruleta y la abro despacio y me la meto en la boca y termino mordisqueando el palito mientras pienso que soy la más perversa de las niñas.
Mi propósito de año nuevo no es ser más ordenada ni quedar con todas las personas con las que siempre voy a quedar y nunca quedo ni no dejar para mañana lo que pueda hacer hoy y ni siquiera es disfrutar de los pequeños momentos de la vida y ese tipo de cosas que siempre se dicen. Mi único deseo para el 2008 es comer caramelos, muchos caramelos, atiborrarme de todas las cosas que me gustan como una niña irresponsable a la que no le importan las caries ni las mejillas gordezuelas y jugosas, sino sólo ese minúsculo y glorioso momento de placer. Porque los niños son las personas más auténticas de este mundo y viven en un territorio indómito de inocencia donde no existe el pecado ni el fantasma terrible de las consecuencias. Ahí es donde quiero estar.

La otra Odisea


Es de sobra conocido que, mientras Ulises luchaba contra Lestrigones y Cíclopes, o enloquecía de deseo por el canto de las sirenas, o simplemente oteaba el horizonte impasible desde su cóncava nave, mientras vivía la más grande aventura de todos los tiempos, Penélope esperaba. Esperaba y tejía y volvía a esperar. A veces paseaba despacio por la playa y seguía esperando. O eso al menos es lo que nos han hecho creer.
Puro cuento. Lo cierto es que la callada y dulce esposa de Ulises no era tan callada (ni tan dulce), y las noches en la isla inalcanzable eran de fiesta y vino y música hasta las tantas porque Penélope era una mujer sabia y ya sospechaba por aquel entonces que las penas con rumba son menos penas morena. Se compró un esclavo nubio de brazos bien torneados y piel reluciente, aunque terminó cambiándolo por un vikingo guapetón que tenía la espalda ancha y los ojos de hielo. Cabalgaba a lo loco los campos de Ítaca con la melena ondeando al viento sólo por el puro placer de sentir en el rostro el látigo de la velocidad. Se rodeó de poetas extranjeros que le contaban historias asombrosas que ocurrían en países lejanos, e incluso un anciano venido de Oriente le enseñó la técnica de la proyección astral (que nada tenía que ver con la adormidera que se cultivaba en los jardines del castillo, a pesar de lo que pueda parecer).
Fue así como aprendió a escaparse a ratos de esa tierra hecha para regresar, y con el tiempo - Penélope infiel -, hasta terminó olvidando que tenía un marido. Sólo a veces escalaba el acantilado más alto de la isla para contemplar la furia de las olas que estallaban en una efervescencia de espuma contra las rocas, y entonces lanzaba al mar y al infinito un grito tan salvaje que hasta el mismísimo Poseidón temblaba de miedo en las profundidades de su palacio subacuático.

Ésta es la verdadera historia que Homero, si es que existió, ocultó a la posteridad. Ve tú a saber por qué.