Todo empezó con la misteriosa desaparición de un yogur con trozos de fruta. No recordaba habérselo comido, y sin embargo en el frigorífico sólo quedaba el hueco donde alguna vez estuvo, como una exclamación de vacío al otro lado de una barricada de tomates y latas de cerveza. Después fueron las galletas de chocolate, la carne menguante de un queso de bola, un mordisco de cereza en el esqueleto de una manzana que no había probado nunca. Libros que no estaban en su sitio o revistas abiertas sobre la mesa del salón. Una aureola de vaho en el espejo del baño. Había un perfume difuso de vainilla y algo así como almizcle flotando en toda la casa que se hacía más intenso en los puños de sus camisas y no se separaba de él en todo el día. Una noche encontró un rastro de palomitas en el sofá y la televisión todavía encendida. Meg Ryan esperaba a Tom Hanks en lo alto del Empire State y pensó en llamar a la policía, cambiar la cerradura, acudir a un psicólogo, a un jodido exorcista. “Alguien ha probado mi sopa”, diría. O quizá, “alguien se ha sentado en mi silla”. Pero en lugar de eso se acercó a la cocina con el gesto mustio y cansado de la derrota. Había una pequeña pizarra magnética donde escribió que al día siguiente volvería de trabajar un poco antes de las nueve. De alguna manera había llegado a ser un acuerdo tácito, como un pacto recíproco de no agresión. Después se quedó largo rato contemplando la puerta de la nevera, en la que una serie de mensajes enigmáticos habían ido apareciendo colgados de los imanes con forma de monumentos famosos …muerde la serpiente cuando no está encantada violines oscuros violines de agua… Entonces se volvió de repente para borrar con un ademán brusco el texto de la pizarra. Por algún incontenible afán de autodestrucción escribió en su lugar que regresaría más tarde que de costumbre. En seguida se dirigió al dormitorio, donde iba a encontrar la misma escena de siempre: la cama deshecha en un torbellino de mantas que a veces guardaban aún la tibieza de otro cuerpo, la huella casi imperceptible de una cabeza en el lado derecho. Pero en el fondo del pasillo latía siempre la misma secreta – e inconfesable – esperanza que tenía mucho que ver con el cuchillo del recuerdo y con una cabellera rubia sin fin ondulándose sobre una espalda blanca como las sábanas.
“Y como Ricitos de Oro era una niña muy curiosa, se acercó paso a paso hasta la puerta de la casita. Y empujó…”
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