
Desde que estoy en Italia tengo una sensación de ingravidez permanente en las piernas, como si caminara sobre un abismo kilométrico de ruinas, catacumbas con el aire envenenado de hace mil años, restos de civilizaciones debidamente estratificados que se asoman por las zanjas del gas, las alcantarillas, los cimientos de los edificios nuevos o los sótanos enmohecidos como si se negaran terminantemente a ser olvidados. De cualquier pequeño agujero puede surgir la cabeza de un caballo tuerto y sin orificios nasales o un azulejo diminuto que formó parte de una fuente junto a la que alguien se sentaba siempre a leer y entonces hay que parar las obras, llamar a un experto, acordonar la zona, excavar con delicadeza para hacer un exhaustivo inventario con el que llenar un museo. Pero por primera vez mi vocación frustrada de arqueóloga me abandona, y no me apetece nada escarbar en busca de piedras y huesos. Ahora mi curiosidad va por otro lado, y lo que tengo son ganas de enterrarlo todo, de echarle tierra y más tierra encima a ese laberinto de ruinas retorcidas y tenaces y ver qué suerte de jungla puede nacer entre los escombros.