Al gran maestro Kebé le gustaba vestir con elegancia, y gastaba mocasines y camisa hasta para ir a la compra. Tenía el armario lleno de trajes pastel, que le sentaban de maravilla a su piel oscura, y una colección envidiable de corbatas de seda. Desgraciadamente, en el trabajo se veía obligado a llevar unas horribles túnicas estampadas y un ridículo turbante, por no hablar de las ristras de huesos, pelos, dientes y plumas que tenía que colgarse del cuello aunque pesaran como un muerto. Pero el maestro era ante todo un profesional de seriedad intachable, y no hubiera podido matar gallinas o poner los ojos en blanco para hablar con los espíritus vestido de Emidio Tucci. Kebé había tenido una dura mañana de trabajo, en la que había lidiado con problemas matrimoniales y judiciales, dolores de cuerpo, adicciones e impotencia sexual entre otras muchas dificultades resueltas por difíciles que sean, como rezaba su anuncio del periódico, y se encontraba agotado. Pero todavía tenía que preparar el elixir de amor a base de carne de vaca y hierbas aromáticas que además le serviría de almuerzo, así que se disponía a remover el caldero con toda la solemnidad que le caracterizaba cuando una señora irrumpió en su oficina sin esperar a ser anunciada por su secretaria. Estaba llena de bolsillos y llevaba un sombrero de explorador adornado con dos telas de araña y un puñado de hojas de helecho. Le resultaba vagamente familiar, aunque quizá fuera porque tenía una cicatriz de aspecto reciente en la mejilla y un cinturón del que colgaban una cantimplora, repelente para mosquitos y un machete del tamaño de un brazo, igualito que si acabara de salir de una película de Rambo. El gran maestro Kebé se asustó pero porque tenía las pupilas dilatadas como si estuviera poseía por un demonio, no por el machete, eso que conste. Y que conste también que se sobrepuso enseguida de la impresión y le preguntó con su mejor voz profunda y misteriosa que qué deseaba. La señora entonces sacó de su mochila una caja de manolos con agujeros en la tapa y la colocó sobre la mesa. “Ahí tiene”, le dijo. “¿El qué tengo?” Ella suspiró con resignación y se apartó coquetamente una punta de helecho de la frente. “¿Pues no era usted vidente? La culebra esa que me pidió, la mamba negra; anda, que podía haberme avisado de que era la serpiente más mortífera de África. No vea lo que me ha costado conseguirla. Llevo seis meses buscándola por el Congo. Hala, ya puede sacarle el veneno a ver si esta vez consigue contrarrestar por fin el mal de ojo que me echó mi vecina Mari”.