SEREMOS GATAS, DE ACUERDO, SEREMOS GATITAS SI SE EMPEÑAN, PERO CON ALAS. IMAGÍNATE, LAS MUJERES Y LAS GATAS EN CASITA, RONRONEANDO Y LAVÁNDONOS LA CARA TODO EL RATO, QUÉ MÁS QUISIERAN ELLOS. PERO NOSOTRAS NO, NOSOTRAS VAMOS A VOLAR.
"Regiones devastadas" Enriqueta Antolín

jueves, 4 de marzo de 2010

Escritores malditos y elefantes furiosos

¿Qué puede hacer un poeta sin dolor? Lo necesita tanto como a la máquina de escribir.
Charles Bukowski. Esto es lo que mató a Dylan Thomas.

Cuando estaba en el instituto tenía un profesor que solía menear la cabeza antes de decir “señorita, tiene una visión demasiado romántica de la escritura”. Pero no era ese el diagnóstico; beber vinagre, enfermar de tuberculosis, comandar un velero fantasma o hablar de fuegosfatuosqueardenenlanoche formaba parte de una fiebre pasajera, como las hombreras y los tamagotchis. El problema de fondo era la atracción incontenible por la infelicidad, esa negrura que empezaba en el ombligo y crecía hasta llenar toda la barriga. Entonces llegaba la hora de meter la mano y hurgar en las tripas hasta sacar una hilera de hormigas que alinear en una página sin orden ni concierto, igual que un dadaísta hasta el culo de opiáceos. Había que empaparse lentamente de la palabra melancolía como de un petróleo oscuro y viscoso para que después llegaran en tropel todas las demás. Podía oírlas acudir desde lejos como una manada de elefantes furiosos y al final sólo quedaba el silencio y ese veneno secreto y escondido, una manía absurda de autodestrucción que tenía que ver con habitaciones vacías y cartones de vino barato, bañeras en las que se enfría despacio una espuma cobriza y pastillas para dormir.
Después se me terminaron el dolor y las palabras y he pensado en salir a cazar penas por ahí; en los bancos de las estaciones de trenes, en la cola del paro, en alguna ciudad ruinosa de Afganistán.
Será por tristezas.

jueves, 18 de febrero de 2010

Las ciudades vaporosas

No, sire, - rispose Marco, - mai avrei immaginato che potesse esistere una città simile a questa.

Italo Calvino. Le città invisibili.


Aquellos que se han aventurado más allá de sus puertas de óxido nitroso dicen que Petronor es una ciudad de torres blancas que se pierden en el cielo, gráciles y livianas como briznas de hierba. Pero el viajero que la observa desde lejos, sin atreverse a sumergirse en la espesa niebla pardusca que la envuelve, sólo es capaz de distinguir los fuegos azulados que arden en lo alto de cada una de ellas. Dicen también que en Petronor llueven botones negros y el agua se pega como chicle, y que por la noche sus habitantes brillan igual que luciérnagas radiactivas, en racimos de luces blancas verdes blancas con la fosforescencia del neón.


Para Juli, en recuerdo de nuestro paso por la tierra de Mordor.

lunes, 8 de febrero de 2010

El maestro Kebé

Al gran maestro Kebé le gustaba vestir con elegancia, y gastaba mocasines y camisa hasta para ir a la compra. Tenía el armario lleno de trajes pastel, que le sentaban de maravilla a su piel oscura, y una colección envidiable de corbatas de seda. Desgraciadamente, en el trabajo se veía obligado a llevar unas horribles túnicas estampadas y un ridículo turbante, por no hablar de las ristras de huesos, pelos, dientes y plumas que tenía que colgarse del cuello aunque pesaran como un muerto. Pero el maestro era ante todo un profesional de seriedad intachable, y no hubiera podido matar gallinas o poner los ojos en blanco para hablar con los espíritus vestido de Emidio Tucci. Kebé había tenido una dura mañana de trabajo, en la que había lidiado con problemas matrimoniales y judiciales, dolores de cuerpo, adicciones e impotencia sexual entre otras muchas dificultades resueltas por difíciles que sean, como rezaba su anuncio del periódico, y se encontraba agotado. Pero todavía tenía que preparar el elixir de amor a base de carne de vaca y hierbas aromáticas que además le serviría de almuerzo, así que se disponía a remover el caldero con toda la solemnidad que le caracterizaba cuando una señora irrumpió en su oficina sin esperar a ser anunciada por su secretaria. Estaba llena de bolsillos y llevaba un sombrero de explorador adornado con dos telas de araña y un puñado de hojas de helecho. Le resultaba vagamente familiar, aunque quizá fuera porque tenía una cicatriz de aspecto reciente en la mejilla y un cinturón del que colgaban una cantimplora, repelente para mosquitos y un machete del tamaño de un brazo, igualito que si acabara de salir de una película de Rambo. El gran maestro Kebé se asustó pero porque tenía las pupilas dilatadas como si estuviera poseía por un demonio, no por el machete, eso que conste. Y que conste también que se sobrepuso enseguida de la impresión y le preguntó con su mejor voz profunda y misteriosa que qué deseaba. La señora entonces sacó de su mochila una caja de manolos con agujeros en la tapa y la colocó sobre la mesa. “Ahí tiene”, le dijo. “¿El qué tengo?” Ella suspiró con resignación y se apartó coquetamente una punta de helecho de la frente. “¿Pues no era usted vidente? La culebra esa que me pidió, la mamba negra; anda, que podía haberme avisado de que era la serpiente más mortífera de África. No vea lo que me ha costado conseguirla. Llevo seis meses buscándola por el Congo. Hala, ya puede sacarle el veneno a ver si esta vez consigue contrarrestar por fin el mal de ojo que me echó mi vecina Mari”.