SEREMOS GATAS, DE ACUERDO, SEREMOS GATITAS SI SE EMPEÑAN, PERO CON ALAS. IMAGÍNATE, LAS MUJERES Y LAS GATAS EN CASITA, RONRONEANDO Y LAVÁNDONOS LA CARA TODO EL RATO, QUÉ MÁS QUISIERAN ELLOS. PERO NOSOTRAS NO, NOSOTRAS VAMOS A VOLAR.
"Regiones devastadas" Enriqueta Antolín

domingo, 25 de marzo de 2012

La abuela

La abuela la recibía siempre sentada en un sillón orejero con tapete de ganchillo. Apenas entraba luz por la pequeña ventana del cuarto de estar inundado de fotografías en sepia y flores de mentira, y la televisión escupía invariablemente alguna copla triste o el relato acartonado de un comentarista taurino. La mayor parte del tiempo dormitaba con la barbilla apoyada en el pecho, y sólo de vez en cuando sus ojillos de ratón la descubrían sentada al brasero. Entonces le sonreía con su boca desdentada y, como despertándose de un largo sueño, empezaba a hablar de una guerra y del hambre y de rosas blancas en la reja de su ventana. La verdad es que costaba imaginar que la abuela había tenido alguna vez su misma mata de cabello castaño y los mismos labios jugosos hechos para besar, pero ella había aprendido a no escucharla, concentrada en remover los posos de su taza de chocolate mientras contaba los minutos para salir de aquella casa húmeda y fría hasta el próximo cumpleaños.

Con el paso de los años, el sillón iba engullendo a la abuela, que hablaba menos y sonreía más, y el ruido de fondo de la televisión se fue amortiguando hasta quedar reducido al zumbido lejano de una colonia de moscas. Un día un soplo de viento helado entró por una grieta de la ventana y la cabeza de la abuela se derrumbó como una escultura de arena mojada. Entonces miró los agujeros del techo y las ramas que se retorcían en las paredes, oyó un ruido de patas corriendo por las habitaciones vacías y se levantó para irse de allí sintiendo una extraña amargura muy en el fondo de la garganta. Afortunadamente, fuera brillaba el sol, y para cuando arrancó el coche ya se había olvidado de todo.

martes, 1 de noviembre de 2011

Decálogo del buen zombi


El otro día con las prisas se me cayó una oreja en el metro. La recogí con disimulo y me la eché al bolso junto con el dedo meñique del día anterior, mientras me dejaba llevar escaleras arriba por una marea sorda de brazos y cabezas colgantes. Un buen zombi nunca se para. No podría.

Para ser un buen zombi hay que caminar arrastrando los pies de forma elegante pero con un punto de indolencia, la cabeza un poco ladeada y la espalda doblada formando una chepa bien torneada. Un buen lamento gutural, con el toque justo de desgarro, puede marcar la diferencia entre un zombi cool y uno mediocre. Hay que procurar tener los ojos inyectados en sangre y está prohibidísimo fijar la vista en cualquier punto en particular. Un buen zombi tiene que encontrarse naturalmente incómodo fuera de la luz lechosa de los fluorescentes y tener siempre cuidado de que el sol no estropee el tono ceniciento de su piel. Pero quizá lo más importante: todos los zombis deben entrenarse cuidadosamente para ser completamente inmunes a la poesía y los solos de violín. El mundo subterráneo está lleno de notas y frases que pueden resucitarle a uno de golpe y porrazo…



Y saboreando su limonada preguntó en voz baja, como si alguien pudiera oírlo y censurarlo: Pero a usted, perdone, a ver, quisiera preguntárselo, ¿a usted le interesa la muerte?

Monteiro Rossi esbozó una ancha sonrisa, y eso le incomodó, sostiene Pereira. Pero ¿qué dice, señor Pereira?, exclamó Monteiro Rossi en voz alta, a mí me interesa la vida.

Antonio Tabucchi. Sostiene Pereira.


domingo, 31 de julio de 2011

Iba en serio

Trabajo hasta tarde. Corro en el metro aunque no tenga prisa. Saturo la agenda de compras y masajes, de clases de baile y lecciones de cocina. Lleno mis noches de cenas y cervezas y huyo los viernes muy lejos de Madrid. Vuelo por las aceras con el móvil en la mano... nunca freno, no paro, me niego a parar.

No quiero que llegue ese momento en que abro la puerta de casa y me topo con una mujer morena en el espejo del recibidor. Siempre lleva tacones y maletín y tiene dos arrugas minúsculas bajo el ojo izquierdo que nadie ha advertido todavía. Entonces no puedo evitar echar cuentas, acordarme de una chica con mechas rubias y ojos llenos de selvas y de olas, tener de repente esa certeza fría y afilada.

Que yo.

No iba a ser ésta.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Tristeza


«En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»
Bécquer. Leyenda de las 3 fechas

Damián Pérez era un tipo alegre. Andaluz de cuarta generación, sabía como aporrear una guitarra y contar chistes, y tenía una sonrisa perpetua en la cara que le dibujaba un cerco de arrugas encantadoras alrededor de los ojos. Todo el mundo coincidía en que era una persona de lo más graciosa. Por eso nunca entendió qué había de malo en su bar para que a tanta gente le diera por ponerse a llorar nada más traspasar el umbral. A él le hubiera gustado que fuese un sitio lleno de humo de puro, y de canciones, y de partidas de mus, como los bares de pueblo, incluso al principio tenía la idea de comprar una hilera de focos de colores para transformarlo en discoteca improvisada a media noche como si de una cenicienta rebelde se tratase. Pero ni la música ni los chistes podían nada contra todos esos llantos silenciosos que contagiaban una súbita e inexplicable tristeza a todos los clientes.
Primero pensó que eran los sillones de terciopelo. No había querido cambiarlos cuando compró el local y lo cierto es que estaban algo ajados y quizá le daban al sitio un cierto aire anticuado. Así que en su lugar puso unas butacas de línea minimalista en color wengué (o algo así), y el bar se le llenó de veinteañeros con gafas de pasta y chaleco, pero que seguían llorando. Después le echó la culpa a los espejos y los quitó todos, a pesar de que siempre había pensado que le daban amplitud al recinto. Pintó las paredes de color amarillo, cambió los cuadros en los que se veía el mar por cuadros en los que no se veía nada, compró platos cuadrados estilo oriental y tiró los centros de rosas de plástico de las mesas. Incluso vendió la araña de cristal a un anticuario, y aunque se sacó una pasta le dolió en el alma, porque pensó que con ello ponía de patitas en la calle definitivamente a todos los fantasmas de aquel viejo bar.
Entonces una mañana descubrió a una chica llorando enfrente del local cerrado, y de repente lo comprendió todo. El problema nunca había estado dentro, sino en el cartel que colgaba encima de la puerta. Por fin lo veía claro, veía a Nicole Kidman bailando en lo alto de una azotea con un bote de Channel nº5 mientras Meg Ryan perseguía a un hombre que no la quería para encontrar el amor donde menos se lo esperaba y Louis Armstrong tocaba una lúgubre trompeta… y aunque Damián Pérez era un tipo alegre tuvo que enjugar una lágrima mientras empezaba a pensar en un nuevo nombre para el café París.

martes, 11 de enero de 2011

(Can't get no) Satisfaction

Foto: "The birds" - Peter Lindbergh

Y la pantalla del quinqué, colgado en la pared por encima de la cabeza de Emma, iluminaba todas esas escenas del mund0 que desfilaban ante ella, una tras otra, en el silencio del dormitorio con el ruido lejano de algún carruaje retrasado que rodaba todavía por los bulevares.
Gustave Flaubert. Madame Bovary

Permitidme que me ponga nostálgica esta noche. Que empiece a echar de menos, no sé, los desayunos tardíos de tostadas con aceite, o las noches de insomnio machacón. Dejar volar el tiempo al otro lado de mi ventana y saber que el mundo está siempre en oferta en la página de Ryanair. Soñar con naves espaciales en la Guayana francesa. Ver en todos los cristales un recorte del cielo de Nueva York. Ese tipo de cosas que parecen tan sencillas y ya no lo van a ser. Hoy he vuelto a notar el sabor extrañamente dulce de ese veneno secreto y largamente escondido, y me he descubierto pensando sin querer en cientos de pájaros volando al sur.

jueves, 4 de marzo de 2010

Escritores malditos y elefantes furiosos

¿Qué puede hacer un poeta sin dolor? Lo necesita tanto como a la máquina de escribir.
Charles Bukowski. Esto es lo que mató a Dylan Thomas.

Cuando estaba en el instituto tenía un profesor que solía menear la cabeza antes de decir “señorita, tiene una visión demasiado romántica de la escritura”. Pero no era ese el diagnóstico; beber vinagre, enfermar de tuberculosis, comandar un velero fantasma o hablar de fuegosfatuosqueardenenlanoche formaba parte de una fiebre pasajera, como las hombreras y los tamagotchis. El problema de fondo era la atracción incontenible por la infelicidad, esa negrura que empezaba en el ombligo y crecía hasta llenar toda la barriga. Entonces llegaba la hora de meter la mano y hurgar en las tripas hasta sacar una hilera de hormigas que alinear en una página sin orden ni concierto, igual que un dadaísta hasta el culo de opiáceos. Había que empaparse lentamente de la palabra melancolía como de un petróleo oscuro y viscoso para que después llegaran en tropel todas las demás. Podía oírlas acudir desde lejos como una manada de elefantes furiosos y al final sólo quedaba el silencio y ese veneno secreto y escondido, una manía absurda de autodestrucción que tenía que ver con habitaciones vacías y cartones de vino barato, bañeras en las que se enfría despacio una espuma cobriza y pastillas para dormir.
Después se me terminaron el dolor y las palabras y he pensado en salir a cazar penas por ahí; en los bancos de las estaciones de trenes, en la cola del paro, en alguna ciudad ruinosa de Afganistán.
Será por tristezas.

jueves, 18 de febrero de 2010

Las ciudades vaporosas

No, sire, - rispose Marco, - mai avrei immaginato che potesse esistere una città simile a questa.

Italo Calvino. Le città invisibili.


Aquellos que se han aventurado más allá de sus puertas de óxido nitroso dicen que Petronor es una ciudad de torres blancas que se pierden en el cielo, gráciles y livianas como briznas de hierba. Pero el viajero que la observa desde lejos, sin atreverse a sumergirse en la espesa niebla pardusca que la envuelve, sólo es capaz de distinguir los fuegos azulados que arden en lo alto de cada una de ellas. Dicen también que en Petronor llueven botones negros y el agua se pega como chicle, y que por la noche sus habitantes brillan igual que luciérnagas radiactivas, en racimos de luces blancas verdes blancas con la fosforescencia del neón.


Para Juli, en recuerdo de nuestro paso por la tierra de Mordor.