SEREMOS GATAS, DE ACUERDO, SEREMOS GATITAS SI SE EMPEÑAN, PERO CON ALAS. IMAGÍNATE, LAS MUJERES Y LAS GATAS EN CASITA, RONRONEANDO Y LAVÁNDONOS LA CARA TODO EL RATO, QUÉ MÁS QUISIERAN ELLOS. PERO NOSOTRAS NO, NOSOTRAS VAMOS A VOLAR.
"Regiones devastadas" Enriqueta Antolín

domingo, 19 de octubre de 2008

Ruinas


Desde que estoy en Italia tengo una sensación de ingravidez permanente en las piernas, como si caminara sobre un abismo kilométrico de ruinas, catacumbas con el aire envenenado de hace mil años, restos de civilizaciones debidamente estratificados que se asoman por las zanjas del gas, las alcantarillas, los cimientos de los edificios nuevos o los sótanos enmohecidos como si se negaran terminantemente a ser olvidados. De cualquier pequeño agujero puede surgir la cabeza de un caballo tuerto y sin orificios nasales o un azulejo diminuto que formó parte de una fuente junto a la que alguien se sentaba siempre a leer y entonces hay que parar las obras, llamar a un experto, acordonar la zona, excavar con delicadeza para hacer un exhaustivo inventario con el que llenar un museo. Pero por primera vez mi vocación frustrada de arqueóloga me abandona, y no me apetece nada escarbar en busca de piedras y huesos. Ahora mi curiosidad va por otro lado, y lo que tengo son ganas de enterrarlo todo, de echarle tierra y más tierra encima a ese laberinto de ruinas retorcidas y tenaces y ver qué suerte de jungla puede nacer entre los escombros.

martes, 14 de octubre de 2008

Como un mar dormido

Anoche me tragué un velero, y creo que podría hasta con una plataforma petrolífera. Me he despertado con brazos de tsunami y un banco de peces plateados agitándose en mi espalda, y me salían rayos y centellas de los ojos amarillos y terribles como los de una orca. Creo que no sobrevivirá ningún submarino y me inclino para susurrarte al oído – ahora que no puedes oírme – un torbellino de versos robados (que dicen que son los mejores)



Oye: yo era como un mar dormido.
Me despertaste y la tempestad ha estallado.

Volver a empezar


Podría pasarme así la vida entera. Errando como una tortuga con tres maletas, veinte euros de sobrepeso, un par de zapatos rojos que me lleven de vuelta a casa a casa a casa. Y nada más. Gente nueva, otra vez una ciudad desconocida que explorar, tantas cosas por aprender y un cuaderno con las páginas en blanco en el que escribir que ya no soy la que hace la competencia por las mañanas al enanito gruñón de Blancanieves, o que entierro historias tristes que son leyenda o que por fin sé donde he puesto cada una de mis cosas. Contar que me he perdido en un laberinto de callejuelas empedradas pero que no tenía miedo, quizá porque el aire olía a esa niebla fina que viene del mar o simplemente porque la curiosidad pudo más esta vez. Poder arreglarlo todo y dejar de ser la que se olvida de tantas noches, la que tiene ataques de melancolía como el que sufre un acceso de tos y siempre es un desastre, parar ese frío que sube desde los pies para congelarlo todo y no ahogar un grito sobre la almohada. Dar vueltas y más vueltas en una encrucijada disfrutando de las posibilidades que aletean como luciérnagas de colores al final de cada camino. Vivir una vida en miniatura con fecha de caducidad – veinte días, seis meses, un año… – Dejar un trocito de mí en cada sitio y seguir adelante, más liviana, más libre, apenas un poco más vieja.