SEREMOS GATAS, DE ACUERDO, SEREMOS GATITAS SI SE EMPEÑAN, PERO CON ALAS. IMAGÍNATE, LAS MUJERES Y LAS GATAS EN CASITA, RONRONEANDO Y LAVÁNDONOS LA CARA TODO EL RATO, QUÉ MÁS QUISIERAN ELLOS. PERO NOSOTRAS NO, NOSOTRAS VAMOS A VOLAR.
"Regiones devastadas" Enriqueta Antolín

lunes, 29 de septiembre de 2008

Otra vez globos


No sé en que momento empecé a inflarme como un globo de helio, de esos que tienen la cara sonriente de un personaje de dibujos animados y van atados a la muñeca de los niños porque siempre están deseando escaparse. No me había dado cuenta hasta que el niño que me llevaba ha soltado la cuerda y me he perdido en el cielo al final de los tejados y aunque en la boca volvía a tener un regusto de mermelada de naranja, he sentido una extraña paz que todavía duraba al despertarme. Ahora sigo sin saber por qué llevo todo el día cantando la canción de un programa de televisión que por lo visto dejó de emitirse antes de que yo naciera, pero supongo que el que la luna sea un globo que se me escapó será cosa de mi madre y de los recuerdos que se siguen teniendo aunque ya se hayan olvidado.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Sadomasoquismo

Para mi hermana postiza, porque a veces basta con un poco de pegamento



La miró a los ojos y le rompió el corazón despacito, se tomó su tiempo igual que los niños crueles que estudian el umbral de resistencia de las mariposas, sólo le falto sacar una libreta para tomar notas, y al acabar ella se sintió importante de una manera estúpida, como las grandes divas de la ópera, o como si hubiera ayudado a despejar las viejas incógnitas de una extraña ciencia. Desde ese momento exhibió su órgano mutilado con el orgullo de las heridas de guerra, y no perdía ocasión de explicar a cuantos quisieran oírla: verá usted, es que me han roto el corazón, sabe?... no faltaban almas nobles que se ofrecían desinteresadamente a repararlo, pero ella siempre les mandaba amablemente a freír espárragos: en el fondo que hay al fondo de todos los fondos, durante ese momento que se le hizo eterno, había disfrutado de un modo que se le antojaba insano y completamente antinatural, como si fuera una especie de perturbada del dolor. Por eso empezó a preguntarse si él habría sentido lo mismo, y para averiguarlo se dedicó también a romper corazones indiscriminadamente. Algunos se hacían polvo con sólo tocarlos, como las hojas secas, otros eran tan duros que había que liarse a golpes para hacerlos añicos, pero también estaban los que se escurrían entre los dedos como gelatina, con aquellos no había nada que hacer. Quizá pensara que lo mejor era el principio, cuando nadie sospechaba lo que iba a pasar y su objetivo latía alegre y despreocupadamente, o incluso el silencio inmenso como un mar que quedaba al final, sólo ella puede saberlo. Después todo eso dejó de parecerle suficiente y empezó a comérselos a mordiscos: alimentarse del amor ajeno le llenó los ojos de estrellas y las mejillas de un rubor perpetuo, pero también le quitó definitivamente el sueño y las ganas de cenar.

Ahora dicen que lo ha dejado por fin, que la han visto junto a un chico alto y moreno y que ambos llevaban sendos costurones en la parte izquierda del pecho, pero yo no me lo creo. Me los imagino a los dos arrancándose el alma a tiras en mitad de la noche, despertando después entre los restos de la carnicería para preguntarse con voz dulce cariño, qué te apetece para desayunar, y creo que se me ha roto el corazón con el mismo crujido imperceptible que emitió el suyo el día en que, mirándola a los ojos, le dije despacio que no la quería.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Álbum de fotos

Tres meses pueden hacerse tremendamente cortos… esto es un pequeño resumen del verano. Me gustaría decir que lo escribí en una playa oscura junto a un círculo de velas o en medio de un puente de los que cruzan el Sena pero en esos momentos tenía tanta prisa por vivirlo todo que no pude parar a escribir. Podríamos decir que esto es lo que hubiera garabateado de haber encontrado algo de tiempo para ello, aunque seguramente no hubiera tenido nada que ver.

Up up and away




No sé si he comentado alguna vez mi afición absurda por las azoteas y mi manía de caminar mirando hacia arriba, como si las cosas más interesantes del mundo sucedieran siempre más allá de los tejados. De niña veía pasar los aviones igual que naves espaciales llenando el cielo de una fiesta de luces rojas verdes rojas, y jugaba a adivinar adónde irían. A Pekín de la China, a la tierra de los canguros, a alguna ciudad perpetuamente nevada o a cualquier isla en mitad de ninguna parte, a todos esos sitios que yo sólo podía soñar y que en el fondo no tenían ni que existir porque el mundo debía acabarse en un terrible abismo justo a las afueras de Madrid. Ahora soy yo la que vuelo lo más lejos que mi economía me permite, y se me ha escapado una sonrisa al mirar hacia abajo e imaginar, en ese prado veteado de amarillo que se adivina entre las nubes, una niña inventándose un cuento de aviones y carreteras.


Proyectos de verano






Creo que fue una noche de marzo en Santiago de Compostela. Soplaba una brisa cálida desafiando toda lógica y me puse una falda, la primera del año. Seguramente había bebido unos cuantos tazones de Ribeiro pero estaría más borracha de piedra y musgo o de condes italianos decadentes que de otra cosa. Me pesaba en el bolso, como el cadáver más embarazoso, la agenda que me recordaba que tras la breve escapada volverían otra vez los plazos de entrega, la pantalla del ordenador encendida como una luciérnaga monstruosa de madrugada y las horas perdidas en el laboratorio de electrónica. Lo verdaderamente atrevido hubiera sido tirarla a una papelera, o incluso improvisar una pequeña hoguera de San Juan frente a la catedral, echarla al fondo del caldero de una meiga. Pero en lugar de eso se me antojó ponerme una nueva tarea: no sé como se me ocurrió de repente pensar en las estrellas de agosto y en atardeceres lentos en la playa, pero en algún momento de julio escribí que tenía que buscarme un amor loco de verano. (Por si el Ribeiro no basta, añadiré que a lo mejor había caído algún chupito de licor café y también que leía por aquel entonces a André Breton)
Después lo olvidé por completo durante una primavera que fue menos primavera que nunca, y cuando volví a leerlo en un avión que cruzaba el Mediterráneo no pude evitar echarme a reír. Cómo si los amores locos se pudieran buscar, qué ilusa. Esos se los encuentra una sin más, igual que un escorpión diminuto debajo de una piedra, cualquier noche puede llenarse de girasoles y por eso espero que el señor Breton me perdone por huir de las miradas que se clavan como ventosas en mitad de un bar, hacerme la sueca, dejar que sonara el teléfono sin descolgar. Por pasar de las palomas mensajeras y los besos de auxilio y centrar mi locura exclusivamente en los baños nocturnos en el mar y los bailoteos encima de las barras. He aprendido que para que las cosas pasen sólo hay que dejar que sucedan (sí, me ha costado unos añitos, qué se le va a hacer si pensando soy lenta como una tortuga), y el caso es que ahora ya tengo una tarea pendiente para el próximo año: “dejarme ser locamente amada”, por mal que suene.


Instrucciones para saltar por un acantilado



Acércate despacio al borde del precipicio, sólo hasta que los dedos de los pies queden al filo de la roca y el corazón se te acelere como una bomba de relojería en el minuto final. Es fundamental elegir un acantilado con brisa suave que agite los cabellos y una colonia de flores salvajes en la cima, el típico sitio en el que uno esperaría oír de repente el sonido lejano de una gaita o un frenético batir de tambores. Pero no escuches nada, sólo mira hacia abajo, observa la superficie que se aleja por momentos y piensa en todo lo que te aguarda tras el golpe. La caricia inquietante de las algas y el acero de un banco de peces y las ondas de tu pelo siguiendo la corriente hacia mar abierto. Silencio. El tiempo que se para. Tentáculos y ojos amarillos, dientes (sobre todo dientes). Un viejo submarino alemán y un velero con la insignia pirata. La proa despintada de una sirena y el tesoro de los mares. Clava la vista en ese fondo desconocido y disfruta del miedo justo hasta que tu estómago se reduzca al hueso de una aceituna – ni un segundo más – y se acabe el oxígeno del aire. Entonces cierra los ojos y salta. Salta como quien marca un número, quien compra un billete sólo de ida, quien grita en una estación de tren. Estréllate como quien roba un beso y espero sinceramente que no te duela.



Epidemia de hambre






Se ha demostrado que flotar a la deriva en ciertos puntos del Mediterráneo, donde las aguas oscuras se diluyen gradualmente en el azul limpio de una piscina, puede provocar un hambre insaciable de viejas ciudades europeas con verdín en los ladrillos y de desiertos llenos de autopistas y coyotes y de la cumbre nevada de volcanes extinguidos. Incluso a veces, en raras ocasiones, llega a producir unas ganas locas de merendarse el rugido de un hombre con taparrabos y pelo largo en lo profundo de la selva. Que no se diga que no hemos avisado.


La cité de l’amour






Sí que debe ser cierto que al poner el pie en el asfalto parisino a la gente le debe entrar un ataque agudo de romanticismo, porque no se pueden dar dos pasos sin encontrar a parejas besándose, parejas discutiendo amorosamente o parejas cenando en silencio a la luz de una vela. Pero si uno aguanta lo suficiente también puede descubrir el París de la salsa y los platos rotos, de música subterránea y de países que dejaban de existir por arte de magia al acabarse la clase de geografía. Dicen que todo el mundo va a París en busca de algo y confieso que yo también eché miradas furtivas al Pont des Arts cada vez que pasaba cerca, por si acaso estuviera por allí… Soy consciente de que sólo una imbécil seguiría el rastro fantasma de alguien que nunca existió, pero lo cierto es que, aunque suene a tópico manoseado y arrugado, buscándole a él (siempre con disimulo, eso sí), terminé descubriendo cosas de mi misma que no sabía. Como que el café negro sin azúcar no me disgusta tanto después de todo. Que a veces es mejor caminar acompañada. Que nunca aprenderé a fumar y menos aún a echar anillos de humo por la boca. Que me puedo volver del color de una ciudad como los camaleones, que me hago mayor y a veces soy más niña que nunca. Que no hace falta irse a las páginas de un libro para conocer al hombre de mis sueños y volver a dejarle marchar en una estación de metro, esta vez no por miedo sino porque de repente se me ocurra que después de todo puede haber muchos hombres de mis sueños en el mundo.


Turismo de cementerio

En esos cementerios conjeturo que crece
poco a poco el miedo,
y que allí empolla el Roc.

Julio Cortázar.





No hay un lugar en el mundo donde la densidad de genios por metro cuadrado sea mayor que en los cementerios parisinos. No deja de ser curioso encontrar, en medio de una profusión de tumbas, cipreses y escaleras, un grupo de abuelas fotografiándose junto al nombre de Edith Piaf, o una pareja discutiendo sobre el mejor camino para llegar donde está Jim Morrison, division 16, chemin Lauriston. Y es que en el laberinto imposible de los cementerios parisinos puede ser tan difícil encontrar una tumba… sobre todo si eres de los que tiende a leer epitafios, detenerse en lápidas sin nombre, contemplar estatuas de mujeres tristes, buscar calaveras entre las piedras, inventarse vidas que pasaron hace siglos y escribir cartas a cuentistas fallecidos, cartas de esas que luego se dejan debajo de piedra junto a un montón de tickets de metro, velas consumidas, monedas de ultramar y hasta alguna tirita, restos de gente que también quiso decir algo a la única persona del mundo que lo hubiera podido entender.


Rosas


Dicen que es cuando menos te lo esperas. Los tejados se llenan de violines y hay un goteo de piedras en la ventana, flechas extraviadas, invitaciones a cenar. Un día tropiezas en tu puerta con una rosa anónima como quien no quiere la cosa, como si siempre hubiera estado allí y no la hubieras visto. Una rosa de tallo largo sin espinas, un capullo perfecto criado en invernadero que por eso precisamente no huele a flor, sino a cera de abrillantar muebles. A palabras que no se han dicho. A pasadizos oscuros que se abren silenciosamente al tocar un candelabro. Huele a todo eso y también al verde de la hierba y la pones enseguida en un tarro con agua porque te gustaría conservar para siempre la sonrisa estúpida que te ha salido en la cara como un sarpullido.
Una de esas rosas fabricadas a granel para ser vendidas por docenas a maridos infieles e hijos sin imaginación no se abre despacio en un abanico de posibilidades sino que – ahora lo sabes – permanece como el envoltorio apretado de una duda durante algo más de cinco días. Pasa por todas los tonalidades del escarlata intenso, rojo sangriento y terciopelo granate para terminar convirtiéndose en vino tinto ribeteado de negro. Entonces la quisiste guardar entre las páginas de un libro como quien embotella un mensaje de socorro para lanzarlo al mar y se te deshizo en las manos con el crujido del otoño. Demasiado tarde – eso también lo sabes ahora –. Los mensajes que no escribiste las notas que no deslizaste por debajo de una puerta los números de teléfono que no marcaste de repente pesan tanto como la maleta que arrastras escaleras abajo. Has dejado en la papelera un polvo oscuro que sigue oliendo a abrillantador de muebles y un montón de papeles que podían haber sido cartas (pero al final sólo son eso, papeles) y cuando al final de la escalera miras hacia arriba, ya el tiempo ha volado como de costumbre y no sabes si las noches que pasaste acodada en el alféizar de la ventana son más reales que el escalofrío de una lengua recorriendo tu espalda. Pero siguen diciendo que es cuando menos te lo esperas, y no vas a cagarla la próxima vez.